Los vuelos secretos para buscar armamento en Israel y Libia
"MALVINAS"
En plena guerra, un grupo de pilotos civiles de Aerolíneas
voló a Medio Oriente para regresar con los aviones repletos de armas.
Por primera vez, estos héroes anónimos cuentan en detalle la odisea.
Investigación -
19/02/12
En “sigilosa” significa que el equipo de radio debía estar
apagado, y también las luces: el avión no podía ser una estela en el
cielo, sino un fantasma . Durante el vuelo, además, cuando
resultara inevitable entrar en la frecuencia de los radares de control,
era conveniente mentir posiciones. Los satélites de la OTAN y los
aceitados servicios de inteligencia de casi todo Occidente barrían el
Océano Atlántico y para los británicos todo el océano era zona de
guerra. Esto quería decir que cualquier elemento sospechoso podía ser interceptado o derribado
. Como no eran hombres de la Fuerza Aérea preparados para entrar en
combate, la posibilidad de morir en medio de la misión los inquietaba y,
por supuesto, representaba una novedad.
Es lógico: iban por las nubes cargados de armas.
Cuando
fueron convocados para llevar adelante esta tarea, Gezio Bresciani,
Luis Cuniberti, Leopoldo Arias, Ramón Arce, Mario Bernard, Juan Carlos
Ardalla y Jorge Prelooker eran los pilotos civiles de la flota Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas
. Hombres dichosos en tiempos dorados de la aviación comercial, nacidos
con la línea de bandera y apasionados por su trabajo, que consistía en
cruzar el mundo trasladando pasajeros y cargas. Pero llegó el 2 de abril
de 1982, los militares recuperaron las Islas Malvinas, la Plaza de Mayo
se colmó de fervores patrióticos y desde los altos mandos del Edificio
Cóndor bajó una orden para que los aviones comerciales –y sus pilotos–
se pusieran al servicio del Comando en Jefe de las Fuerzas Armadas. Hoy,
la increíble historia de la “Operación Aerolíneas” , que se
mantuvo en secreto durante 30 años, es contada aquí por primera vez y de
la mano de sus protagonistas. Es el resultado de una investigación de
más de dos meses de trabajo, cotejando datos, buceando en archivos y
desgrabando entrevistas.
Los fueron llamando de a uno. Les dijeron
que los necesitaban y ellos aceptaron aún sin saber a dónde tenían que
ir y qué tenían que hacer. Ahora comienzan a recordarlo: desanudan
lentamente un pacto de silencio sellado en 1982 . “Cuando alguien
te dice que tu país está en guerra y que podés ayudar de alguna forma
no te detenés a pensarlo demasiado. Eso sentimos nosotros: que teníamos
que ayudar”, dice Bresciani, 71 años, la mirada franca, el cielo todavía
en los ojos. Después los anoticiaron, pero sólo a medias: había que
realizar una serie de viajes hacia naciones remotas en busca de armas
para el país.
Fueron dos vuelos a Tel Aviv, cuatro a Trípoli y uno a Sudáfrica
, que debió ser abortado en pleno trayecto porque al parecer los
militares argentinos no cerraron el negocio con el traficante de armas
(Diego Palleros, según fuentes consultadas para esta investigación). Los
viajes se realizaron entre el 7 de abril y el 9 de junio de 1982
. Todas las operaciones fueron hechas con aviones Boeing 707 de
Aerolíneas Argentinas, tripulados por civiles y acondicionados para
volver a tope: desmantelado de asientos , en cada partida, el fuselaje de la nave parecía la garganta seca de un robot.
Confidencial, esa era la palabra. Implicaba que ni esposas ni hijos ni amigos podían saber
que se habían convertido en el núcleo de una misión secreta para armar
a la Argentina en una guerra que se vislumbraba despareja. Los llamaban
a sus casas, les ordenaban que estuvieran a tal hora en Ezeiza y sólo
en los minutos previos a la partida comenzaban a soltarles la
información con cuentagotas. A veces en el despacho de algún jefe
militar. Otras directamente en el avión. En el tercer viaje, por
ejemplo, al piloto Luis Cuniberti, que hoy tiene 76 años, lo hicieron
despegar y una vez en el aire protagonizó el siguiente diálogo con el
oficial de inteligencia que llevaba como enlace: –Bueno, dígame hacia dónde voy.
– A Trípoli.
Las rutas eran Buenos Aires–Recife–Las Palmas (Islas Canarias)–Trípoli o Tel Aviv. Los aviones partían con número indicativo falso
, como casi toda la documentación legal presentada. Antes de salir, los
pilotos recibían un sobre con viáticos por 40 mil dólares para
imprevistos y luego se enfrentaban a una situación inédita. Eran
convocados a la oficina de Fuerza Aérea en Ezeiza, donde dos oficiales
los esperaban para encomendarles una tarea extra. Jorge Prelooker,
comandante del segundo vuelo a Israel, lo cuenta ahora, con cierta
gracia, a los 75 años. Recuerda aquella noche, 10 de abril de 1982.
Primero le comunicaron el destino, Tel Aviv, y luego ocurrió lo
siguiente: “Entro, saludo, me presento y de inmediato uno de ellos,
oficial de la Marina, me hace entrega de unos prismáticos enormes. Yo me
quedo medio sorprendido, los agarro y pregunto para qué eran. Entonces
me dice: ‘Mire, ustedes van a volar por el Océano Atlántico y queremos
que se fijen en la medida de lo posible si ven algún tipo de barco de
guerra’. Le pregunto cuáles, cómo, y acto seguido este hombre despliega
una lámina con las siluetas de los tipos de buques dibujados como en la
batalla naval. Nos pareció insólito porque es imposible que uno pueda
reconocer el tipo de barco desde tan alto, pero durante la vuelta nos
vimos obligados a volar más bajo y vimos buques dejando una estela inmensa en el mar, en rumbo Sur . Naturalmente, al llegar lo reportamos”.
En el aire era momento de callar. “Despegábamos, a los pocos minutos apagábamos todos los equipos y a volar en silencio. Éramos un misil atravesando la oscuridad de los cielos
”, explica Mario Bernard, entrador, a los 82 años. “Quince minutos
antes de aterrizar abríamos contacto con la terminal que nos tocara y
pedíamos autorización”, agrega. “En Brasil –sigue– se volvía a cargar
combustible y nos lanzábamos a cruzar el océano otra vez en silencio.
Por supuesto íbamos escuchando las comunicaciones en inglés británico,
que ocupaban casi todo el espacio radial en aquella época. El cruce del
Atlántico implicaba que pasáramos cerca de la Isla Ascensión, desde
donde se aprovisionaba la flota inglesa y desde donde despegaban los
Vulcan que después bombardeaban Puerto Argentino”.
La pregunta
surge sola: a pesar de los recaudos tomados, los aviones de Aerolíneas
eran fácilmente identificables –como los de cualquier compañía área– y
los mismos pilotos consideran que en el mundo de la aviación se sabía la
operación que estaban efectuando.
¿Por qué entonces no los derribaron?
Prelooker arriesga: “Si nos volteaban nos íbamos al fondo del mar y
nunca se hubiera podido confirmar que llevábamos armas. Además, hubieran
atacados aviones de línea con civiles a bordo, y hubiera desencadenado
un escándalo internacional”, especula.
La gran película, sin
embargo, los esperaba en los países de destino. Un banquete en Israel
por tratarse de la primera vez que un avión de Aerolíneas llegaba a ese
país; largas horas en palacios militares o en bases subterráneas en medio del desierto
; cenas de recepción con oficiales del régimen libio; hangares secretos
colmados de aviones soviéticos; un teólogo tucumano, especialista en el
Corán, que se presentaba como “El doctor Alberto” y era el hombre que
gestionaba el armamento con los árabes por su conocimiento del idioma;
sobresaltos en mitad de la noche; regalos enviados por Galtieri para
Kadafi, que debían ser entregados en mano; y estadías que se
prolongaban, mientras el Boeing iba siendo cargado con material de
grueso calibre por oficiales del Ejército anfitrión.
“Al llegar a
Libia nos daban unos libros de color verde. Después supe que era el
libro verde de Kadafi. Estaba en árabe y en inglés. Y nosotros estábamos
ahí, en unas habitaciones, mirando televisión y esperando novedades. De
vez en cuando aparecía el doctor Alberto, un tipo lenguaraz, que nos
decía que la cosa iba bien y se marchaba”, recuerda Leopoldo Arias.
No conocen en detalle lo que trajeron, pero entienden que fue mucho: misiles soviéticos, sobre todo, y minas antitanque y antipersonales
, probablemente las mismas que siguen sembradas en los alrededores de
Puerto Argentino. “Los misiles soviéticos eran clave –dice Cuniberti–
porque son de largo alcance y los aviones ingleses, como sabían que
Argentina los tenía, evitaban volar más bajo”.
“Fierros –dice
Ramón Arce, hombre diminuto y de voz delgada–, trajimos fierros de todo
tipo. Pero nuestro trabajo consistía en pilotear los aviones, trasladar
el material, los militares no nos decían nada y nosotros entendíamos que
no había que preguntar a menos que estuviera en riesgo la seguridad del
vuelo”.
Arce era el jefe del grupo. Estaba a cargo de toda la
línea Boeing y, como tal, era quien debía convocar a los pilotos cada
vez que surgía un vuelo especial. También organizaba los otros vuelos,
no secretos, que consistieron en transportar tropas de conscriptos a Río
Gallegos y a Comodoro Rivadavia durante todo el tiempo que duró el
conflicto con los ingleses.
Pero Arce fue, sobre todo, quien
condujo el primer vuelo de la serie. El 7 de abril de 1982 despegó a
rumbo a Tel Aviv en un viaje que no implicó mayores problemas porque
todavía, a pesar del vértigo diplomático que comenzaba a dispararse, no
había comenzado la guerra directa. Cuando arribaron al aeropuerto
internacional Ben Gurion, una comitiva mixta de argentinos e israelíes
los recibió con honores. “Al fin llegan –les dijo la representante de
Aerolíneas en Israel, una rubia despampanante de Almagro que se hacía
llamar Matsie–, los estábamos esperando”. Era la primera vez en la
historia de Aerolíneas que un avión de su flota llegaba a Israel. Nadie
supo jamás, hasta ahora, que ese avión regresó al país saturado de
armas.
El comandante Juan Carlos Ardalla aparece en una de las
fotos que ilustran esta serie de notas, acomodando una caja de
municiones en el interior del Boeing 707, mientras la nave permanece
estacionada en un hangar de Trípoli. Explicará que se hacía para
distribuir el peso de una manera correcta y evitar que el avión, en
pleno vuelo, se fuera de cola. Ahora tiene 71 años. Es un hombre flaco,
espigado y saludable. El tiempo lo convirtió en un estudioso de la
guerra. El resto del grupo lo señala como el especialista. “De acuerdo a
distintos estudios que aparecieron después de la guerra, estimo que el 30% de las armas que trajimos llegó a las islas. Pero no sabemos qué sucedió con el resto . Nosotros aterrizábamos en Palomar y de inmediato eran despachados a Río Gallegos con la carga”, explica.
La colaboración de Israel con las fuerzas armadas argentinas tenía motivaciones económicas y políticas.
Pero la presión combinada de Estados Unidos y Gran Bretaña hizo que la
entrega de armamentos israelíes al régimen militar argentino perdiera
regularidad. A pesar de los intentos de Tel Aviv por mantener a través
de terceros el comercio de armamentos, los militares argentinos
consideraron que Israel estaba más cerca de Washington y Londres que de
Buenos Aires, y se convencieron de la necesidad de buscar proveedores
alternativos en Trípoli, que se abastecía vía Moscú .
Según
diferentes informes de la época, el 14 de mayo de 1982 la Junta militar
resolvió aceptar la colaboración del régimen de Kadafi y envió una
misión ultra secreta a Libia para cerrar el acuerdo. Diez días después,
el presidente Galtieri y el brigadier Mustafá Muhammad Al Jarrubí,
comandante de las Fuerzas Armadas libias, suscribían un acta que
calificaba como “bárbara” la “odiosa agresión imperialista británica” y
anunciaba el envío de las siguientes armas a Argentina:
15 misiles
aire-aire 530 de calorías.
5 misiles aire-aire 530 radares.
20 misiles aire-aire 550.
20 motores de misiles aire-aire 550.
20 misiles Istrella lanzador Kasef.
60 misiles Istrella proyectiles Maksuf 10 morteros de 60 milímetros con accesorios.
10 morteros de 81 milímetros con accesorios.
492 proyectiles de mortero de 60 milímetros.
498 proyectiles de 81 milímetros superexplosivo.
198 proyectiles iluminantes de morteros de 81 milímetros.
1000 bombas iluminantes de 26,5 milímetros.
50 ametralladores calibre 50 milímetros.
49.500 proyectiles calibre 50 milímetros.
4000 minas antitanque.
5000 minas antipersonales.
El
27 de mayo de 1982, Luis Cuniberti despegó desde Ezeiza y se enteró en
el aire que debía llegar Trípoli. Iba en busca, sin saberlo, del primero
de los cargamentos libios.
Los aviones regresaban con 40 toneladas promedio de material encima, es decir, pasados de peso, obligados a volar más bajo y con riesgo serio de venirse a pique
. Volar a menor altura, además, hacía que el consumo de combustible
fuera mayor, razón por la cual tuvieron que realizar escalas
excepcionales.
Prelooker, Cuniberti y Arias recuerdan paradas en
los aeropuertos de Las Palmas, Recife y Río de Janeiro cargados de
bombas hasta la trompa y cómo custodiaban la puerta para evitar que
nadie ajeno entrara a la nave: eran paradas de alto riesgo, por fortuna
anecdóticas, junto a aviones repletos de pasajeros. “Durante el tiempo
que duró esta misión –dice el comandante–, nos vimos obligados a no
respetar prácticamente ninguna de las convenciones formales ni los
códigos de seguridad de la aviación aerocomercial”.
Lo que sí
respetaron fue su propio silencio, la orden de no decir ni revelar nada a
nadie. Naturalizaron los sucesos vividos y siguieron adelante con su
trabajo en los años posteriores a la guerra hasta que se jubilaron en
los tempranos ‘90. En todo este tiempo, ley de vida, muchos de los
tripulantes que los acompañaron fueron muriendo. Otros que también
participaron en la “Operación Aerolíneas”, cuyos nombres se preservan,
se alejaron con el secreto a cuestas. El Estado Nacional, en tanto, los reconoció como “veteranos de guerra”
y les otorgó diferentes condecoraciones por la misión patriótica
cumplida. Pero los hechos siguieron sin ser revelados. Era un hueco en
este episodio trágico de la guerra de Malvinas: un espacio vacío que
comienza a llenarse ahora.
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